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Cocina y conventos en Yucatán
Para disfrutar la sublime zanja del parque nacional Cañón del Sumidero hay que navegar el río Grijalva para luego ascender a la cima de sus paredes, cuyas dimensiones te recuerdan lo insignificante, pero afortunada, que es nuestra existencia.
Llegué a Tuxtla Gutiérrez motivado por una fotografía que hay en mi escritorio en la que mi abuelo, Ignacio Cantú Montenegro, sonríe. De su cuello penden los binoculares, sus compañeros de viaje favoritos. Viste camisa de algodón estilo safari, del mismo azul que la embarcación de fibra de vidrio en la que navega por un río plateado como su melena. Detrás de su silueta está la imagen eterna de una garganta de piedra revestida con mechones verdes. Es la estampa inmortalizada en el escudo del estado que alegra mi corazón siempre que lo visito.
Del aeropuerto fui directo al embarcadero, previo desayuno de tamales de chipilín (Crotalaria longirostrata) con pollo y queso fresco. El cañón del Sumidero inicia en el puente Belisario Domínguez, donde me esperaba el capitán José Luis Hernández. Vienen muchos turistas y siempre quedan maravillados, comentó mientras preparaba la embarcación. José Luis es guía desde niño y forma parte de la Sociedad Cooperativa Nandiume que tiene su base en uno de los cuatro embarcaderos del parque nacional, decretado como tal en 1980.
El río Grijalva nace en Guatemala, en la sierra de los Chuchumatanes, y desemboca en el golfo de México. Su nombre recuerda al español que lo descubrió cuando exploró el golfo y la península de Yucatán en 1518. Vimos cocodrilos de río en la ribera, monos araña en las copas de los árboles y cormoranes secando sus alas sobre las rocas, luego de zambullirse. También encontramos ceibas, sabinos, orquídeas y agaves endémicos (Agave grijalvensis). Visitamos la cueva de colores, producto de filtraciones minerales, y el árbol de navidad, que me pareció un gigante petrificado. Por supuesto me fotografié en el escudo de Chiapas en honor a mi abuelo.
Mi sitio favorito fue el corazón del cañón, donde las paredes se elevan más de mil metros. Allí, el tiempo parece detenerse por la emoción que producen sus dimensiones. Fue, para mí, una nostálgica misión cumplida.